domingo, 18 de septiembre de 2011
El sanjacintero que se salvó en las torres gemelas
Fernández, ganador de un festival internacional de música, sobrevivió a los dos atentados a las Torres Gemelas. Trece de sus compañeros murieron.
Hernando Fernández Vásquez enmudeció nueve años y ocho meses. No quería referirse al día en que un ser superior activó la tarjeta para que abrieran las puertas de las Torres Gemelas de las Word Trade Center de Nueva York en llamas y pudiera salir de la hoguera, porque hay un lapso de tiempo muy breve y eterno en el que no recuerda qué pasó con su vida, quizás porque alguien lo sacó en brazos. Sólo recuerda que salió de la torre Norte con la ropa ardiendo, una pierna lesionada y una contusión en la cabeza. Alguien (quizás un ángel superior) lo había cargado desmayado y lo puso afuera, entonces corrió todo lo que pudo, cojeando, y tomó el tren subterráneo que jamás había tomado. Paradójicamente, quienes iban en el aparato no habían sentido nada y al verlo lleno de sangre, advirtiéndoles que el mundo estaba vuelto en llamas, lo creyeron loco.
Hernando Fernández Vásquez
Ahora, diez años después del atentado a la Word Trade Center y cuando Osama Ben Laden, el autor intelectual de aquella tragedia, ha muerto, habla para expulsar en parte el dolor que lo ha trajinado todos estos años. Trece de sus compañeros en la sección administrativa de la Torre Norte, murieron. Morón, uno de los colombianos muertos, oriundo del Magdalena, quien el sábado antes le había regalado música caribeña ( clásicos de Aníbal Velásquez y Alfredo Gutiérrez), se había salvado en el primer impacto, pero luego regresó a sacar a sus amigos atrapados y jamás regresó de la hoguera.
Nació en San Jacinto
Hernando, nacido en San Jacinto, Bolívar, el 28 de julio de 1937 y residenciado en Nueva York desde 1967, se salvó por un pelo. Había llegado demasiado puntual a tomar su trabajo de coordinador de celaduría, pero quien debía entregarle el cargo le pidió que diera una vuelta, mientras escribía el informe rutinario. “Nando”, como le dicen en confianza, salió a comprar unos chicles. No había caminado unos cincuenta metros, cuando oyó la explosión. Iba por el sistema de torniquetes, en el sótano, cuando otro trabajador le indagó algo. No se había detenido a contestarle cuando escuchó el ruido, muy parecido al que produce un taladro que parte cemento en una calle. El inmenso ascensor, que se hundía seis pisos más abajo del primer nivel, uno de los que llegaba hasta el piso 84 con una velocidad de 8 pisos por segundo, al que el primer avión le cortó las guayas y carruchas cuando eran las 8:49 minutos de la mañana, cayó en la primera planta, donde él estaba; y la onda explosiva, convertida en una bola de candela expansiva, copó todos los pasillos.
Se trabaron las puertas
Aunque estaba cerca de la salida, los momentos fueron de confusión. Las puertas se abrían con tarjetas digitales que estaban trabadas. Corrió a las escaleras emergentes, pero era imposible ganar espacios entre quienes hacían lo mismo para salvarse. No sabe en qué momento la tarjeta que abría la puerta de escape funcionó. El fuego que vomitaban los ascensores incendiados lo salpicaba. Su ropa ardía. Su cabello iba chamuscado. Se encomendó a Dios. Hubo un momento en que sus fuerzas no le respondieron y perdió el sentido. Fue un instante eterno en que viajó entre nubes.
Mientras su ropa se incendiaba y entregaba su alma al Divino Creador, se vio desconsolado y triste, rumiando su derrota en un pequeño apartamento, en Bogotá. Esta vez recibía una llamada extraña.
Se vio camino al Chorro, la finca donde su padre cultivaba tabaco, yuca, ñame y ajonjolí como siervo sin tierra. Iba en el anca del burro mohíno con su hermano Ramón. Lo llevaban al monte obligado. No era hombre de monte, de andar con cosas solas. Renegaba de las picaduras de los mosquitos y de los deberes del campo. La yuca y la maleza le daban rasquiña en la piel. Sus sueños eran ser un artista y sacar a su familia de la pobreza. Fueron instantes en que su vida le pasó como una película a mil revoluciones por segundos. Observó a Virginia, a sus sobrinos, a Tera y Albertico, sus ancianos padres, ya difuntos.
Su vida se le siguió revelando mientras agonizaba. Se vio viajando de polizonte en un camión de llevar ganado, rumbo a Barranquilla. Después se montó en un avión para Bogotá, la friolenta capital de los años sesenta. Se vio sustrayendo con Adolfo Pacheco y el profesor José Domingo Rodríguez Bustillo a Los gaiteros de San Jacinto subrepticiamente del Hotel Tequendama. Se los llevaron de parranda con “La Danza de La Regadera”. Así se hacían llamar un grupo de sanjacinteros – riquitos de la plaza- que habían llegado a estudiar a Bogotá, entre ellos Edgardo Lora Barraza.
Ellos, la mayoría conservadores, estudiaban, mientras Hernando buscaba empleo. En el desmayo se vio cogiendo fila para ser admitido en una empresa productora de aceite. El gerente que le tomó la entrevista lo puso a escribir en una máquina Olivetti que nunca descifró. Lo más parecido que había tenido en sus manos era una caja donde se fermentaba el suero sabanero, de modo que no vio una. En el aturdimiento por el oso, dejó olvidada su billetera.
Mientras su ropa se incendiaba y entregaba su alma al Divino Creador, se vio desconsolado y triste, rumiando su derrota en un pequeño apartamento, en Bogotá. Esta vez recibía una llamada extraña. Era el gerente de la fábrica donde hizo la entrevista. Tenía su billetera en las manos y en ésta el carné que lo identificaba como miembro de las juventudes conservadoras. El funcionario, al tomar la billetera olvidada revisó y halló la identidad del dueño, al ver que se trataba de un joven de su mismo partido, lo llamó para decirle que el cargo era suyo. Hernando realizó cursos de mecanografía y administración. De secretario llegó a ser jefe de personal, pero ese no era su sueño. Aprovechó una revuelta de trabajadores para renunciar.
Tras el sueño americano
Entregando su alma al Señor se confesó músico. Esa era la carrera de su vida. Cuando dejó la fábrica de Bogotá tras el sueño americano llevaba la intención de estudiar vocalización. Se había casado con la bogotana Clemencia Rodríguez y al llegar a Nueva York ella lo inscribió en un conservatorio. En 1974 parte de sus sueños se cristalizaron al ganar el Concurso de Cantautores latinoamericanos en Puerto Rico, organizado por La Sociedad de Autores y Compositores Hispanoamericanos, Sacha. Compitió con autores como Nelson Ned y Armando Manzaneros. Su vida, en medio de la muerte que lo quemaba, parecía un sueño. Después se vio cantando en la televisión de USA y actuando en bares nocturnos. Vio los recortes de prensa con sus éxitos, los afiches promocionales y el nacimiento de sus tres hijos. Caminó al lado de su hermana Virginia, la maestra abnegada de la familia.
Después se vio ingresando a las Torres Gemelas, donde empieza a laborar. Es allí donde Dios le pone su primera prueba. El 26 de febrero de 1983, cuando disparan la primera bomba en el sótano, con saldo de seis muertos y mil heridos, es despedido injustamente. Esa vez estuvo a punto de morir, pero Dios lo amaba mucho. Inició un proceso para resarcir su nombre y vence en un juicio legal a sus detractores. No sólo es indemnizado sino que retoma su cargo como jefe de una sección administrativa en la Torre Norte, donde acababa de llegar cuando estalló el primer avión.
Allí estaba ahora, en este 11 de septiembre aciago, tratando de salir del fuego que lo quemaba. Pierde el sentido por segundos eternos. Alguien pudo haberlo transportado en brazos, fueron milésimas de segundos, en que su vida se le reveló por instantes, hasta que abrió los ojos y ya estaba afuera de la torre incendiada. Corrió y corrió todo lo que pudo con una pierna luxada, se embarcó en el primer bus que lo sacara de la gran manzana atacada. Una vez estuvo frente a un teléfono llamó a su esposa Clemencia para decirle que estaba a salvo. Después dio declaraciones a Caracol televisión, gracias a que un amigo de Bogotá trabajaba en esa programadora. Fue el primer colombiano en dar declaraciones. Tomó el subterráneo que jamás tomaba y se dirigió a la clínica donde laboraba su esposa. Allí recibió atención antes de desmayarse nuevamente.
Ahora Hernando tiene 74 años, tres hijos varones y varios nietos. La compañía con que trabajaba le ha financiado varios viajes por el mundo para romperle el estrés, pero jamás había sentido tanto alivio como el domingo de mayo en que se enteró que el cerebro de aquella tragedia, había sido dado de baja.
Ser creyente católico y un ser supremamente humano y respetuoso le permitió salir de las torres en los brazos de un ser superior. Ahora va a la Zona Cero, donde una sensación extraña lo hace mirar como quien mira un río que jamás deja de pasar, pero que nunca pasa. Todo quedó quieto.
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