sábado, 31 de diciembre de 2011

Lázaro se levantó y comenzó a escribir

Lázaro Beleño, un hombre que aprendió a leer y a escribir después de viejo.
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Lázaro Beleño, un hombre que aprendió a leer y a escribir después de viejo.
En la década de los 50, vivía en Zambrano (Bolívar) un niño que quería ser abogado, para defender a los pobres de los abusos de los ricos.

Aunque no sabía leer ni escribir y tampoco sabía lo que significaba esa profesión, se interesó cuando escuchó a una vecina decirle a su mamá que contratara un abogado para recuperar el ternero que le había regalado un cuidador de vacas y que dos años más tarde fue reclamado por su verdadero dueño, un hombre rico propietario de varios ingenios y fincas de la zona de Zambrano.

“Cuando aquel hombre adinerado se enteró que mi mamá tenía el ternero, llegó a mi casa y le ofreció dos bolsas de azúcar para que se lo devolviera, pero para nosotros que lo tuvimos desde sus primeros días de nacimiento, era más que una mascota, por lo que mi mamá se negaba a devolvérselo. Aquel hombre al que mi mamá llamaba blanquito, quería llevárselo porque no quería que la raza de su ganado se extendiera por la región. Amenazó entonces con despedir a dos de mis hermanos mayores que trabajaban en su ingenio, por lo que mi mamá, con el dolor de su alma, decidió entregárselo. Entonces una vecina le sugirió que contratara un abogado. Yo apenas con 7 años pregunté que qué era eso y ella me explicó que era un señor que defendía a los más pobres. Desde entonces yo dije que quería ser uno de ellos”, recuerda Lázaro Beleño, un hombre de 60 años que hace cuatro años aprendió a leer y a escribir.

A los pocos meses su madre murió de Cólera, dejándolo a él, el menor de siete hermanos, sólo y desamparado. “Nunca supe nada de mi padre. Siempre viví con mis hermanos y mi madre, una vendedora de pescado, en el pueblo”.

Antes de morir, le advirtió a Lázaro que no se fuera a vivir con nadie porque la Virgen lo cuidaría. Al pasar los años las palabras de su madre se harían realidad.

“Mis hermanos se fueron de la casa y cada uno tomó su rumbo dejándome solo en el pueblo. Vivía en la casa que me dejó mi mamá y la gente del pueblo me daba comida, pero un día se aburrieron y ya tenía que trabajarles, hacer mandados, llevaba las bancas de la iglesia a los velorios, molía, vendía bollos y conservas. También me iba para la entrada del pueblo a esperar a la gente que llegaba de la ciudad para ayudarle con la compra. Yo era todero y todos en el pueblo me conocían y hasta se creían con derechos sobre mi”.

Tanto que, dice, algunos adultos le pegaban por algún motivo. “Un día me puse a pelear con un niño, un señor que iba en un burro se bajó y le dijo a otros niños que me agarraran; él se quitó la pita de bollo que llevaba amarrada en su pantalón y sacó la rula y me pegó con la vaina (donde se guarda el machete) me advirtió que si me veía peleando otra vez me castigaría más fuerte. Otro día me gané una limpia de otro señor, porque en esa época no había luz en el pueblo y yo me iba por la noche a los matrimonios y las fiestas a ver bailar a la gente, porque me gustaba, pero los mayores me mandaban a dormir y yo no hacía caso y por eso también me gane varias pelas”.

Las constantes peleas que tenía con otros niños y las narraciones de las peleas del boxeador Bernardo Caraballo por radio hizo que Lázaro se interesara por esta profesión y soñaba con ser un boxeador. Un día escuchó que Caraballo había sido embolador y él también quería empezar por ahí, sin tener idea de lo que eso significaba.

A sus 11 años, en busca de sus sueños, aprovechó la llegada del camión del hielo al pueblo, y se escondió en el aserrín que lo cubría. “Cuando llegamos a Arjona, el conductor y el ayudante me descubrieron y me iban a pegar, pero una señora me salvó cuando yo le dije que lo único que quería era ir a Cartagena para ser embolador y boxeador como Caraballo. El ayudante convenció al conductor para que me llevaran y me dejaron en el Mercado, que en ese tiempo quedaba en la calle del Arsenal de Getsemaní.

Al verme solo, en un lugar desconocido, no sabía que hacer, me puse a llorar, llegué donde un vendedor de guarapo a pedirle trabajo, me dijo que trajera a mis padres para que hablaran con él, y después de contarle mi historia, me dijo que trajera mi equipaje que era como el del Chavo. Solo tenía una bolsa de papel donde había un pantalón roto y una camiseta de esas que repartía Coltejer para promocionarse en los pueblos. Al ver mi situación decidió darme trabajo, pero era desconfiado porque ya un niño como yo, le había robado. Recuerdo que me entregó una tablita donde se metían seis vasos de vidrio con el guarapo”. Cuando terminó de vender todo lo esperaba un plato con un gran pescado, yuca y guarapo como recompensa.

Lázaro nunca había usado zapatos y cuando lo hizo no soportaba las ampollas que le hicieron.

Cuando llegaba la noche Lázaro, sin tener a dónde ir, se quedaba a dormir en el el Camellón de los Mártires, en una banca que decía, “cortesía de Kola Román”, en el parque del Centenario, donde abundaban los ladrones, o en las mesas arroz o plátano del Mercado. Él era uno de los cinco gamines que había en Cartagena en esa época.

Al otro día se levantaba y se iba a los baños públicos del Mercado a asearse, para ello debía hacer cola y pagar 20 pesos.

Los dos pesos que ganaba los ahorraba para comprar la caja y los implementos para embetunar. A los 3 meses de vender guarapo se fue a vender tintos. Compró la caja de embolar y se puso a embetunar zapatos, en el Centro. “No tenía idea de cómo se hacía y veía a los emboladores y ahí fui aprendiendo. Una vez un señor ya de edad quería que le lustrara los zapatos para impresionar a una mujer que le gustaba, de esas que trabajaban en los bares o cantinas. Le hice el trabajo tan mal que casi me pega, pero después de escuchar mi historia y los ruegos de la mujer que le gustaba, me pagó el doble”.



Intento para entrar al colegio

La señora que lo había empleado como vendedor de tinto le presentó a Helenita González, una señora que ayudaba a los niños para que estudiaran. Al poco tiempo portaba un carné que lo acreditaba como estudiante del colegio La Milagrosa, que quedaba en el edificio San Francisco, donde ahora está la Universidad Rafael Núñez, en el Centro.

La misma señora lo ayudó a conseguir un trabajo como cartero, en el correo aéreo en el que le dieron una bicicleta. “Era feliz porque me encantaba montar en bicicleta -cuando vivía en el pueblo me pegaban porque le cogía la bicicleta a los niños”-. Aunque se sentía feliz con ese trabajo debió dejarlo.

“Salió la ley del Gobierno que decía que los empleados estatales debían tener libreta militar y ser mayores de edad y yo apenas tenía 12 años”.

Sin trabajo, se puso a vender lotería y se salió del colegio donde apenas cursaba primero de primaria. “Todo el día me la pasaba vendiendo, pero por la noche, me iba a los bares y las cantineras y damas de compañía me ayudaban a vender diciéndole a sus clientes que me compraran. Al poco tiempo me salí del colegio, porque no podía hacer las dos cosas”.

Los lunes se iba a la Base Naval, con la excusa de visitar a un primo, pero realmente iba a venderle la lotería a los infantes de marina.

A los 14 años se dio cuenta que quería pagar el servicio militar, para que le dieran la comida, la dormida y ropa, pero aún no tenía la edad por lo que se fue a su pueblo a buscar el registro civil y a Arjona, donde el notario, para que le cambiara la fecha de nacimiento por una que pareciera como si tuviera 18 años.

“Cuando le dije al notario que me ayudara, me insultó y me dijo que eso era un delito llamado falsedad de documento. Me puse muy triste, pero cuando salía el secretario de la Notaría, que había escuchado todo, me dijo que le pagara 200 pesos que el me cambiaba la fecha.

Entre los cuatro emboladores que había en ese tiempo reuní los 200 pesos y uno de ellos, el más malo de todos que era hasta ladrón, me acompañó. Cuando el secretario me entregó el nuevo Registro civil, aquel embolador le dijo que no le pagaría y me dijo que saliera corriendo y eso hice. Ellos se quedaron peleando y nunca supe quien se había quedado con la plata”.

Ya con su registro alterado, con tres años más de edad, se fue el Distrito 14 del Ejército, que en ese tiempo quedaba en el Pie del Cerro. Llegué a las 6:30 a.m., antes de la hora de la cita, y empezaron a llamar a todo el mundo menos a mí. Había una señora que lloraba porque su hijo se iba y yo le dije al militar que me cambiara por ese joven que se condoliera de su mamá, pero no hizo caso. Yo me quedé ahí esperando a que un milagro ocurriera y así fue. Al poco rato llamaron diciendo que necesitaban a algunos civiles para que prestara servicio en la Base Naval y a mí me escogieron. Los primeros se fueron para la Infantería de Marina de Coveñas.

Después de un tiempo el comandante se dio cuenta de que yo no tenía la edad que aparentaba, por mi aspecto físico (era muy delgado y aún no había sombra de barba) y porque el fusil me llegaba a la cabeza. La conté la verdad y me pusieron de jardinero, pero no tenía ni idea de ello. Me pidieron una lista de los implementos que necesitaba y yo no sabía escribir, así que le dije al Comandante que necesitaba un ayudante que tuviera experiencia en ese oficio. Mi ayudante me hizo la lista de lo que necesitaba y poco a poco fui aprendiendo. Muchas de las palmeras que están afuera de la Base Naval las sembramos nosotros”, recuerda.

En 1970 cuando se anunciaba una guerra entre Colombia y Venezuela, Lázaro dejó la jardinería para tomar el fusil y custodiar al Alcalde del momento. Allí se hizo amigo del Secretario, Arturo Faciolince López, y cuando terminó de pagar el servicio militar se fue donde él a buscar trabajo pero el ya estaba en la Gobernación. “Me ayudó a conseguir un puesto de conductor en la Gobernación y ahí trabajé hasta que hubo cambio de mandato. Terminé entonces en las Empresas Públicas haciendo el mismo oficio.

El amor también empezaba aflorar y nació su primer hijo de los 15 que tuvo.



Nunca es tarde para aprender

A pesar de que tenía un buen trabajo, Lázaro, a sus 17 años de edad (según el Registro Civil alterado) no sabía leer ni escribir, por lo que debía pedirle a sus amigos que le leyeran y le escribieran su nombre para reclamar el cheque de cobro. Así transcurrió todos sus años laborales hasta que se pensionó en 1993.

Lázaro a quien, tal como le había dicho su madre, siempre lo cuidó la Virgen. Pensó que ya moriría sin aprender a leer y escribir y sin estudiar la carrera que lo impulsó a salir adelante.

Hace cuatro años un familiar le contó sobre el programa Transformemos, que gracias a un convenio con la Alcaldía, le enseña a los adultos mayores a leer y a escribir.

“Al principio creí que era muy viejo, pero cuando fui me di cuenta que en el salón yo era el más joven y que los profesores tenían mucha paciencia para enseñarnos. Me encantó aprender a leer y a escribir.

El primer día de clases, cuando me entregaron el kit escolar, me sentí como un niño, y recordé cuando mi mamá me matriculó en kinder que no pude terminar tras su muerte.

Hace unos días Lázaro se graduó de noveno grado y el año entrante quiere terminar el bachillerato.

Aunque toda la vida quiso estudiar Derecho, ya dice que no lo puede hacer, porque no cuenta con los recursos, pero esta contento porque uno de sus hijos menores lo está estudiando por él.

“A mis hijos yo les conté mi historia y solo uno se animó a estudiar esa carrera, aunque no le ha sido nada fácil costear la carrera en una Universidad privada, hace el esfuerzo y con la ayuda de algunas influencias ha hecho que parte de su pensión (dos salarios mínimos) le alcancen para pagar la carrera de su hijo.

Además de eso mantiene a 4 de sus 15 hijos que quedaron de relaciones con 9 mujeres. Actualmente tiene dos esposas, una en Zambrano y la otra en el barrio Zaragocilla, donde vive.

Después de aprender a leer y a escribir Lázaro empezó a escribir su propia historia.

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