Sombrero de mago
¡Lucho vive!
Por: Reinaldo Spitaletta
Un factor de identidad cultural es la música. Es una perogrullada, pero sirve para definir aspectos de lo nacional, del sentido de pertenencia a un lugar.
Colombia, arrasada hoy entre otras catástrofes por el mal gusto, ha perdido mucho de lo que era, por ejemplo, la música popular bien concebida y realizada. Sobre todo, la de nuestro Caribe que es, a mi parecer, la mejor de esta geografía.
En días mejores podíamos tener el gusto de observar una constelación de orquestas y conjuntos tropicales extraordinarios. Medellín, que a partir de los cincuenta se convirtió en la Meca de la industria del disco en el país, fue sede de talentosos músicos e intérpretes costeños y de otras regiones. La ciudad se transmutó en un laboratorio musical, que más tarde daría un resultado que para algunos fue no sólo de interés comercial sino cultural, como la mezcla de lo paisa y lo costeño, que en corrillos y capillas, con cierto aire despectivo, calificaron como el chucu-chucu, y que para Andrés Caicedo era una evidencia de la vulgaridad de la burguesía antioqueña.
En todo caso, hubo un tiempo en que Colombia era conocida en el exterior por su música, por sus orquestas y compositores. Y uno de ellos, tal vez el más grande, era Lucho Bermúdez. Colombia era sinónimo de cumbia y porro. La radio era una aliada de la divulgación de esos ritmos y todavía no existían las deformaciones del vallenato, la vulgaridad y degeneración de lo popular, el mal gusto impuesto por las mafias del narcotráfico con una rancherización lamentable y grotesca. Eran los días del florecimiento de las orquestas de Lucho y de Pacho Galán y la de Edmundo Arias y la de Clímaco Sarmiento… Los años dorados de la música nacional.
Y con Lucho Bermúdez, quizá el más internacional de los músicos colombianos de todos los tiempos, por encima de Shakira (talentosa bailarina) y de otros que son más productos a lo hamburguesa, la música colombiana tomó importancia en Argentina, Cuba, México, Estados Unidos y Europa. Sí, porros, cumbias, gaitas y, claro, uno que otro bambuco o pasillo, que también los compositores costeños, como José Barros, el mismo Lucho, componían piezas andinas, y se unían a exquisiteces de Efraín Orozco, de Fulgencio García, en fin, le daban al país sentido de identidad. Así que ser colombiano no era sólo –a lo Borges- un acto de fe, sino ser miembro de una comunidad musical.
¿Qué tenía aquella música que nos acompañaba en diciembre y el resto del año? ¿Qué había en esas orquestas, a las que se les notaba la influencia del jazz y de lo cubano pero que eran pura colombianidad? Y ahí, en esa aglomeración de estrellas, estaba la que, tal vez, producía más luz: la de Lucho Bermúdez, nacido en el Carmen de Bolívar (25 de enero de 1912) pero que llegó a ser más importante que el escudo o la bandera de un país que por otra parte seguía siendo un solar gringo. Lucho Bermúdez, compositor, director, clarinetista, arreglista, músico total, está cumpliendo el primer centenario de su natalicio y quizá sea hora de escuchar de nuevo algunas de sus mil creaciones o de desempolvar alguno de sus sesenta y dos longplays (ah, el vinilo está otra vez en boga).
Alguna vez alguien que hacía una encuesta me preguntó cuáles eran las diez mejores canciones colombianas, y en el escalafón estaban Carmen de Bolívar y Kalamarí, del gran Lucho, así como La Piragua (José Barros), Alicia Adorada (Juancho Polo Valencia), Cuatro Preguntas (Morales Pino-Eduardo López), Raza (Germán Isaza-Carlos Vieco) y otras de letras bien concebidas y músicas preciosas, en las que no hay clichés ni versitos sentimentaloides.
Alguna vez alguien que hacía una encuesta me preguntó cuáles eran las diez mejores canciones colombianas, y en el escalafón estaban Carmen de Bolívar y Kalamarí, del gran Lucho, así como La Piragua (José Barros), Alicia Adorada (Juancho Polo Valencia), Cuatro Preguntas (Morales Pino-Eduardo López), Raza (Germán Isaza-Carlos Vieco) y otras de letras bien concebidas y músicas preciosas, en las que no hay clichés ni versitos sentimentaloides.
Lucho Bermúdez es un clásico de nuestra música popular. Y una representativa muestra de genio y conocimiento. Se oponen su carisma y sus creaciones al reino de la chabacanería y ordinariez que hoy salpica a la radio y a los medios en general. Y sigue siendo su música una lección de seriedad y rigor. Esperemos que en esto días al menos se dejen escuchar el clarinete y las armonías de Lucho a modo de oasis en algunas emisoras. Una tierra vale no por sus políticos (cada día más mentirosos y corruptos), sino por su gente, sus científicos y artistas. Y Lucho hace que Colombia siga siendo tierra querida.
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