lunes, 1 de agosto de 2011

El Salado en El Carmen de Bolívar es un laboratorio de esperanza

Visitar El Salado es toda una odisea. Los 19 kilómetros de distancia, entre esta población bolivarense enclavada en las montañas de Los Montes de María y la cabecera de El Carmen de Bolívar, municipio al que pertenece, son toda una pista ‘jabonosa’ de barro a la cual los saladeros le han cogido ‘el maní’ gracias a los potentes y legendarios Jeep Willys, que desde la década del 50 están dando la pelea.
Es media mañana el cielo está encapotado y las nubes ‘gotean’ de vez en cuando. Por la vía se ven pasar campesinos a mulo. Van fumando tabaco cultivado y preparado por ellos mismos. La mayoría contemplan sin cansarse, el hermoso paisaje de montañas verde oliva, el mismo que no puede contemplar ahora el conductor de la ambulancia de una compañía petrolera que explora la zona en busca de gas.
El chofer va luchando contra el carreteable para no quedarse atascado y prácticamente desplaza el vehículo de emergencias en diagonal, con la nariz al frente y el trasero hacia un costado; busca llegar pronto a uno de los tramos que tienen placas huellas y así pasar el sofoco que le genera la vía a cualquier conductor en su camino a este pueblo que en otrora fuera gran productor y exportador de tabaco por el puerto de Cartagena.
“Esto es pan de cada día, aquí el que no sabe lidiar con el barro se queda atascado. Solo una cadena, de esas que se ponen sobre las llantas, lo puede sacar del lodo y con el empujón de la gente”, cuenta el saladero Abimael Hernández, quien conduce la camioneta de la Fundación Semana y se conoce esta vía hasta con los ojos cerrados. Se la sabe de memoria; no en vano, muchas veces la caminó, como él mismo dice, ‘a pata’ y durante cinco horas.
Retorno. Hernández es uno de los sobrevivientes de la masacre perpetuada por 450 paramilitares, según el informe de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, la cual dejó 60 personas muertas y desplazó a unas 7.000 personas, no solo de El Salado, sino de veredas como Loma de las Vacas, El Balguero, La Sierra, Canutalito, Pativaca, El Cielito, Bajo Grande y Córdoba.
Él regresó a El Salado dos años después de la masacre, junto a unas cuantas familias que se atrevieron a retornar y que poco a poco encontraron la mano amiga de Fundaciones como Semana, la cual empezó a llamar la atención del pueblo colombiano, del Estado y de las empresas privadas, las cuales se vincularon a una serie de proyectos que hoy tienen a este poblado con la esperanza de un resurgir económico y social.
Pero el trabajo no ha sido fácil. La tarea de liderar el resurgir de El Salado ha estado soportada en gran medida en los hombros de una mujer que se ganó el corazón de los saladeros, en especial de los niños. Se llama Claudia García Jaramillo, una rubia que viste de blusa negra de ‘tiritas’, una falda larga estampada con colores vivos estilo gitano y unas sandalias de plástico.
Pese a ser la directora de la Fundación Semana y de tener asignado un vehículo para desplazarse entre El Salado y Cartagena, esta vez decidió viajar desde El Carmen de Bolívar hasta el poblado en un Willys modelo 54 que va unos metros más atrás de aquella ambulancia ‘apurada’ por el barro. Ahí, en pleno vaivén se entera más a fondo de los problemas de los saladeros, de sus sueños y de sus alegrías.
“El Salado es un símbolo de lo cruda que ha sido la violencia en Colombia y la idea es que termine siendo, un símbolo de la reconciliación. Es un laboratorio de cómo con organización de todos los actores, públicos y privados, puede haber desarrollo en las comunidades afectadas por la violencia”, cuenta García Jaramillo, mientras salta del Willys y cae sobre el suelo arenoso de El Salado.
De inmediato, como si se tratara del mismísimo Flautista de Hamelin, decenas de niños aparecen de todas las esquinas y corren a saludar a Claudia, quien extiende los brazos y se agacha para recibirlos a todos con el mismo cariño. Ellos no la dejan ni un minuto sola y la acompaña a cada lugar donde ella se desplaza.
“Son el futuro de El Salado, muchos de ellos no vivieron en carne viva el drama de la masacre y el desplazamiento, pero de alguna manera la heredaron y la tienen en su memoria”, cuenta García, minutos antes de cruzar por la cancha múltiple donde los paramilitares mataron a la gran mayoría de las víctimas. El escenario fue declarado por la comunidad como un campo santo en el que jamás se volverá a jugar.
Todos cuentan. Cerca de la cancha, se construye la nueva casa de la cultura del poblado. La cual fue diseñada por el premio nacional de arquitectura, Simón Hosie, quien no cobró un peso y se fue a vivir tres meses a El Salado para poder hacer un estudio etnográfico del pueblo, para poder diseñar la casa de cultura y sus lugares de encuentro.
Hosie no solo logró hacer un diseño de la nueva casa de la cultura, sino que de su vivencia con la gente, y casa por casa, realizó un estudio de cómo vive la gente, qué le gusta jugar a los niños, el lugar favorito de las madres, de qué habla la familia e identificó a los líderes del pueblo que no están metidos en ningún proyecto o política, pero que todos adoran en El Salado.
Pedro Duarte es una de esas personas que todos conocen en el pueblo. Tiene 65 años de edad y cree firmemente en el resurgir económico de El Salado. “Tengo fe”, dice Duarte, quien también regresó al pueblo dos años después de la masacre. Toda su familia vivió siempre del tabaco, negocio que espera volver a retomar con las ayudas que el Gobierno y empresas privadas como las tabacaleras, han prometido.
“A este depósito llegaban los campesinos con la hoja de tabaco, se le recibía, se pesaba y se le pagaba de una. Después del retorno, entre 2004 y 2005, la cosa se puso dura porque la guerrilla no dejaba sacar el tabaco, así como otros productos. Ahora, confío en la reactivación económica por el desarrollo de los proyectos que hay para El Salado, entre ellos el tabacalero, pues esta tierra es especial para el cultivo de esta planta”, cuenta Duarte, quien sobrevive de una miscelánea que administra con su mujer y de lo que le dan sus hijos, pues afirma que del Gobierno nacional no ha recibido “ni un grano de arroz”.
“Una visión colectiva”
Para Claudia García, directora de la Fundación Semana, lo más importante de todo el cambio que ha sufrido El Salado de tres años para acá ha sido el de la manera de pensar de su gente. “Habían estado frustrados por promesas no cumplidas y sin ningún tipo de atención del Estado. Hoy, la gente no está esperando que le den, están esperando hacer. A ellos les están llegando, más que obras, oportunidades para que sean dueños de su propio progreso y eso lo tiene muy claro. Lo más importante, que todo lo hacen para el beneficio de todos”, cuenta García.
Por Elvis Martínez Bermúdez

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